sábado, 2 de enero de 2016

Reseña de la sesión dedicada a EL DIOS DE LA PEQUEÑAS COSAS de Arundhati Roy


         Los efectos beneficiosos de un Club de Lectura. Sesión de paradigmas: actitud convergente, disposición personal, instrumento percutor y onda expansiva.
            Quizás la intuición del moderador llegaría alertada, comenzó por una concesión capital: un libro denso, difícil. No, no se trataba de la clásica estrategia “do ut des” -al menos, no lo pareció-, sino de compartir una sensación. Convergencia de asentimiento en los rostros de los asistentes.
Pero enseguida se entró en materia: superados los primeros escollos de la lectura, las primeras reticencias o tentaciones de abandono, el esfuerzo había merecido la pena (incluso hubo algún fervor “enamorado” de la obra). La recompensa se habría ido fraguando a medida que avanzaba la lectura y culminaría en su final: una hermosa historia, como un conclusivo y relajado suspiro de complacencia.
            Por ahí llegarían parabienes, un acierto someter esta novela al criterio del grupo. A juicio de los asistentes, muy apropiada para Club de Lectura. El compromiso de confrontar análisis en la correspondiente reunión coadyuvaba a vencer la dificultad aludida –quizás un lector autónomo sea más proclive a relegar el libro si de principio alabea su atractivo.
Con todo, la disposición personal adoleció de coincidencia en este caso. En el pliego de alegaciones, falta de tiempo para traer leído el libro a la cita, atasco infranqueable en algún pasaje o postura preventiva ante el título mismo.
Y sin embargo, el título en sí levantó adhesiones, si bien como apunte, porque primaba descodificar sus vínculos con el relato. Particularmente, `las pequeñas cosas´. Se aportaron posibilidades, en ningún caso excluyentes: los sueños de algunos personajes, los pequeños detalles con los que convivimos, la sensibilidad erótica del encuentro amoroso, la  mariposa cuyo aleteo furtivo o exultante o cabizbajo o trémulo encarna el ánimo de Rahel. O acaso vinieran marcadas, remarcadas, por las expresiones con iniciales mayúsculas que proliferan a lo largo del texto.
            Arreciaba el simbolismo. De la mano de un lenguaje exacerbadamente polisémico. Tan a cada paso que despertaría cautelas sin fin en algún que otro asistente, ¿qué quiere decir con esto?, ¿y con esto?, ¿y con esto? Un exceso, sin duda, manifestado sólo con intención gráfica, pero sintomático.
            El tema, los temas acechaban a la vuelta de cada página. De entre ellos, los sustentados en las frecuentes aunque veladas referencias a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (novela de particular resonancia en el tamiz de esta tertulia): los efectos perversos de la colonización, el horror que regurgita ante el maltrato de la policía o el aniquilamiento sicológico de un niño.
            Había más, temas universales como la ternura, la posición de la mujer, el intimismo, un inusual cálido flujo de interacción entre hermanos y -cómo no- el amor. El amor “de principio y de fin”, en denominación que prosperó en la tertulia, y que, sin pudores ni complejos, se asoció a mitos literarios del calibre de Romeo y Julieta o Calisto y Melibea.
Y la tensión como clave del argumento. El desarrollo de la acción dramática, un todo en conflicto, en el límite de la tragedia, y de la zozobra de algunos contertulios en determinados episodios. Pero sin menguar la espita: las controvertidas relaciones familiares, los crónicos condicionamientos sociales, los arraigados cánones de la fábrica. La sociedad india de la época, y en contraste descorazonador, a modo de arcadia feliz, lo inglés.
Por ahí pululan o malviven o sobreviven o rebeldean o desfallecen personajes de muy distinto calibre -valga la reiteración- (de nombres muy ajenos a nuestra cultura y a nuestra fonética, dicho sea de paso; con necesidad para alguien de anotaciones que recordaran la autoría de las intervenciones). Mosaico dentro de un marco revelador: el mundo de los niños versus el de los adultos, cada cual con sus propios conflictos, pero también con pasarelas de intercomunicación.
            Todo un mundo narrado con un estilo singular, que sitúa a los asistentes entre el desconcierto por la estructura y la fascinación por el lenguaje. Lo uno porque el recurso del flashback, de presencia sistemática en la novela, aun ponderado, a veces abruma. Aquí se vuelve el foco a la autora: desconocida hasta esta su primera obra, pero con anteriores trabajos en el cine (según información aportada a la reunión). Se explica, pues, la arquitectura de película del desarrollo narrativo, ¿se justifica también?
            Pero en cuanto al lenguaje, unanimidad. Su abundancia polisémica -ya indicada-, su intensidad descriptiva, esa expresión novedosa y tan rica que transita (paralelismos, énfasis…) de la prosa a la prosa poética y de esta a la poesía misma, lenguaje sugerente por excelencia. Tal calidad se percibía que incluso se elogió el trabajo del traductor de la obra al español.
Cuando la sesión concluía, ratificación: libro sin encanto si desfalleces y lo abandonas a mitad de camino; pero si llegas al final, gratificante, “maravilloso” (en el decir de algún contertulio). Los prolíficos comentarios desgranados a lo largo de la reunión así lo aseveraban, e incidían en que obra tan rica merecía el sabor de una nueva lectura. El instrumento percutor.
            Algún que otro de los presentes que, aun sin haberla leído o abandonado en la página insuperable, asistieron expectantes, se conjuraron conversos ante los demás para leerla hasta su conclusión. Onda expansiva.


Fdo.: Ricardo Santofimia Muñoz.