A saber si por la temática de la novela, o por el menor número
de asistentes, o acaso por la conjunción de ambos factores, en la sesión fue
calando un microclima de sabor intimista.
Las intervenciones se sucedieron pespunteadas de silencios (que no de pausas). Intervalos preñados de disposición a compartir el objetivo del autor, conmover al lector.
Las intervenciones se sucedieron pespunteadas de silencios (que no de pausas). Intervalos preñados de disposición a compartir el objetivo del autor, conmover al lector.
Hubo sincronía: el libro provoca malestar. Con todo, las
precisiones fueron más elocuentes. Casi a modo de confesión. En unos primaba el
agobio por esa especie de campo de concentración donde discurre buena parte de
la acción narrativa. Otros habían encallado a mitad de lectura presos de la
angustia. Quien lo había superado a duras penas por la tristeza que le causaba.
Quien dudó de que la obra, voluminosa, mantuviera atrapado al lector más allá
de la página 90 -donde presumía la sima de la degradación humana-; pero, contra
pronóstico, el interés le reverberaba in crescendo hasta el final. Y quien se
debatió en encuentros y desencuentros con el libro: leer,
interrumpir-abandonar, volver a leer ¿con temor?, ¿con aprensión?, hasta la
última línea, satisfacción por el mensaje recibido y recomendar, ¿como terapia
ética?
Para los asistentes, habría que rastrear la respuesta
desde el título mismo, de expresión tan sencilla como ambigua. En principio,
esta obra, una novela, no respondería al término normativo de `ensayo´. O sí en
algo, la verosimilitud de la narración permite formular una hipótesis: la ceguera
nos lleva al envilecimiento. Lo sostiene Saramago con argumentario moral o
ético mediante narrador interpuesto. En primera persona del plural, recurso por
demás frecuente en las exposiciones ensayísticas, el emisor del mensaje complicea
con el receptor. Y vaya si lo consigue (queda dicho, tertulianos conmocionados).
Y por otro lado, se trasladó a la reunión el criterio de un compañero ausente:
el título responde a la gran parábola que subyace en la novela: el trauma de la
ceguera física como trasunto de las otras cegueras.
Ambos supuestos se consideraron complementarios y compatibles con el empeño del autor. Proyectan
el proceso de deshumanización de unos personajes, por lo demás,
intencionadamente despersonalizados -ni un solo nombre propio en la novela- ¿Identidad?
Suficiente con algún rasgo físico o sociológico individual (el viejo del ojo
tapado, la mujer del médico…) o colectivo (los ciegos, los militares, el
gobierno…). El foco está en la metamorfosis.
La reunión comparte perpleja la transición de los ciegos,
desde los inicios mismos de su reclusión en cuarentena, camino del abandono más
denigrante (renuncia a la urbanidad, al aseo personal…) o la supervivencia más
feroz o humillante (la ley del más fuerte, el poder, el chantaje…). El entendimiento
cada vez más embrutecido las vísceras cada vez más lúcidas.
Pero también se comenta la otra indignidad, la del otro
lado, la de los que aún ven en el comienzo de la catástrofe, los afortunados y
poderosos. Su insolidaridad y desamparo hacia los ciegos (con la excepción de
algunos militares). Y la moraleja: precariedad que vemos pero que no queremos
ver.
El ensayo y la parábola: todos ciegos.
No obstante, por encima del pesimismo devastador latente
en la novela, la tertulia atisbaba contrastes en el lodazal. Mientras unos se
envilecen, otros arrostran, aunque con personalidad bien cimentada, donde los
títulos ayudan poco: cuando el médico veía, era quien lideraba el rol familiar;
pero ya ciego en la ambulancia, el personaje de su mujer, con la decisión de
acompañarlo, se agranda y supera al del médico. Otrosí: situaciones extremas
nos despojan de singularidades e igualan hacia la degradación, pero el
bagaje cultural atenúa, mantiene un poso
de humanidad, como en el caso del médico y su mujer.
La mujer del médico, relevante en la novela, fascinante a
lo largo de la sesión. Personaje redentor de las miserias más abyectas con las
que convive. Símbolo de la fortaleza mental frente a la adversidad: no sucumbe
a la ceguera, mantiene la vista en un acto de voluntad, ve porque quiere ver. Y
¿controvertido referente ético?: mata al opresor que chantajea y humilla a las
mujeres, a ella también. ¿Tomarse la justicia por su mano? Los asistentes se
plantearon los derechos de la víctima sobre el verdugo (al hilo del comentario
al respecto de un compañero ausente transmitido a la reunión).
Y en la estela de esta mujer, un personaje imposible de sortear
en la reseña: un perro que también ve, como ella, el perro de las lágrimas (su
denominación en la obra). La ternura que inspira la solidaridad de un animal
con los infortunios del ser humano -¿humanización versus animalización?
Otras
reflexiones dejó la obra en el ánimo de los asistentes: el sentido de la
austeridad, los mayores recursos del campo que de la ciudad para la
supervivencia, o la inmanencia del apetito sexual aun en condiciones tan
aciagas. También, la casa como territorio acotado (los humanos como los
animales): a más dependencia, más necesidad de aferrarse a lo propio; tanto que
la invasión del espacio, de tu espacio, genera reacción.
Finalmente,
una consideración, no por lógica menos digna de análisis: la importancia del
sentido de la vista. Aquí arribaron algunas experiencias personales: el
recuerdo de un familiar que fue perdiendo la vista durante años, la propuesta
de permanecer ciegos durante un día, o el comentario de que a cierta edad el
problema no es perder un sentido sino capacidades de los cinco.
Así,
la lectura del libro situaba a los asistentes simultáneamente en el trauma físico
e individual de tal carencia y en el psicológico y social, y en el trascendente.
No cabía duda, Saramago había logrado con creces conmover al lector. El ensayo
y la parábola.
Fdo.: Ricardo
Santofimia Muñoz.